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La Princesa y el Extranjero
 diumenge 8/juny/2008 - 05:26  1076  2
Cuenta la leyenda que, en un pequeño reino muy lejano, vivía una Princesa de larga cabellera, hermosa mirada y gran sabiduría. Dicen que, mientras en el resto de reinos el pueblo pasaba hambre y la pobreza lo arrasaba todo, los habitantes cuyas tierras gobernaba la joven Princesa, disfrutaban de paz y prosperidad.
Por todo su reino podía admirarse la belleza de los jardines y estanques que ella misma se encargaba de cuidar. Su flor preferida era el Girasol y por este motivo, el jardín más hermoso de todos lo formaban un gran número de girasoles, se encontraba a los pies del castillo y estaba bañado por un hermoso estanque, donde los cisnes disfrutaban refrescándose en sus aguas cristalinas.
Pero a pesar de estar rodeada de tanta belleza, paz y prosperidad, una sombra cubría siempre sus pensamientos y, en su mirada, podía adivinarse la desgracia que habitaba en su interior. Y es que todos en el reino conocían la desdicha de su Princesa, pues siendo ella muy, muy pequeña, perdió a su madre. Tiempo después su padre, acosado por la pena, enloqueció y desapareció.
A pesar de la desgracia, la pequeña Princesa creció instruida por un gran maestro en quien su padre, poco antes de enloquecer, confió su educación. Fue así como la joven Princesa llegó a convertirse en una sabia gobernanta que dirigía su reino con gran justicia y firmeza.
Su maestro, entrado ya en edad avanzada, comenzó a preocuparse por el futuro del reino, motivo por el cual, una y otra vez intentaba prometer a la Princesa con hermosos y sabios príncipes. No obstante, su tristeza era tal, que ninguno de ellos logró que ella se sintiera querida y feliz.
Una noche de tormenta, cuando el agua arreciaba y el cielo se iluminaba con la luz de los rayos que rasgaban la noche, la princesa, encerrada en la torre donde acostumbraba a meditar, escribió una carta sin más intención que la de liberar su mente de tanta tristeza. Las lágrimas mojaban las hojas que ella escribía, igual que las gotas de lluvia mojaban los girasoles que descansaban en su hermoso jardín. No obstante, siguió escribiendo hasta que se le acabaron las palabras y, tumbada sobre ellas, se durmió.
A la mañana siguiente su maestro la encontró aún dormida. Con la ayuda de sus criados, se encargó de que la bajaran a sus aposentos para que descansara cómodamente. Cuando ya se disponía a partir de la estancia, se percató de la existencia de la carta y, al leerla, no pudo contener a su vez las lágrimas. En ese instante hizo algo que cambiaría la vida de la Princesa para siempre. Tomó una paloma a la que ató la carta que acababa de leer, y añadió una pequeña nota donde pedía, a la persona que la encontrara, que trajera la felicidad a la Princesa. Para encontrarla sólo daba una indicación, debía buscar la torre que siempre está en llamas.
Así fue como, desde ese día, el gran maestro ordenó que en lo alto de la torre más alta, y de manera constante, ardiera un gran fuego visible desde muchas leguas de distancia. Jamás reveló a la Princesa el motivo por el cual debía mantener encendido el fuego. Llegada la hora de su muerte, y por el gran respeto que sentía hacia su maestro, la Princesa mantuvo vivas las llamas que ardían en lo alto del castillo aún sin conocer el motivo.
Lejos de su reino, y camino a ninguna parte, un Extranjero que venía de una tierra donde hablaban una lengua diferente, encontró una paloma tendida en el suelo. Aún respiraba cuando se acercó a ella e intentó reanimarla, pero estaba tan agotada, y su viaje parecía ser tan largo, que finalmente murió en sus manos. Mientras se disponía a enterrar al animal descubrió que, en una de sus patas, había atada una nota y una carta.
Conmovido por su contenido, decidió partir en busca de esa Princesa atormentada por tan triste pasado y sin esperanza de encontrar la felicidad. Fue así como empezó la búsqueda de la torre en llamas de la que hablaba la nota del maestro. Mucho tiempo pasó hasta que sus palabras fueron tomadas en serio y la gente comenzó a guiarle hasta el final de su camino.
Mientras tanto, la Princesa se iba consumiendo en la tristeza como lo hacía el fuego que ardía en lo alto del castillo. Fue así como, perdida ya toda esperanza de conocer la felicidad, comenzó a descuidar las pequeñas cosas de las que antes se preocupaba y apenas salía de sus aposentos. Incluso llegó a olvidarse de mantener vivo el fuego de su maestro. No obstante, una de las criadas del castillo, conmovida por el amor que sentía por su Princesa, y conociendo la petición del maestro, se encargó de mantener ese fuego encendido.
Finalmente, llegó a oídos de la Princesa la noticia de que un Extranjero desconocido buscaba a la Princesa que habitaba en el castillo de la torre en llamas. Aún sin saber quien era y con qué intenciones ese Extranjero se dirigía a su reino, sintió algo que jamás antes había sentido... una curiosidad y una esperanza que comenzaron a crecer en su interior. Y es que, hasta ese momento, los hombres que había conocido huían de ella ante su tristeza. En cambio, este personaje desconocido, un Extranjero de tierras lejanas, había recorrido un gran camino para conocerla.
Finalmente logró el Extranjero llegar al reino de la torre en llamas. Todos esperaban su llegada, y fue la criada que mantuvo encendido el fuego, la encargada de llevarle hasta la estancia de la Princesa. El extranjero abrió silenciosamente la puerta y entró. Tumbada en su lecho, con ojos cerrados y semblante triste, la Princesa descansaba. El Extranjero se acercó, se sentó a su lado y con una voz suave y dulce le habló al oído, susurrándole una historia... la historia de la flor más hermosa que existía. Una flor que debía su belleza a la luz del Sol y que, cuando éste no estaba, ella perdía su fuerza y su belleza... dejando de mirar al cielo para mirar cabizbaja hacia el suelo, como si estuviera llorando.
Al oír estas palabras la Princesa abrió los ojos y el Extranjero dejó en sus manos esa flor, que no era otra que uno de los hermosos girasoles de su jardín. Él comenzó a hablar de nuevo y, mirándola a los ojos, le dijo que le recordaba a esa flor y que parecía haber perdido la luz del Sol. Ése era el motivo de su tristeza y su aislamiento.
Con suma dulzura, le cogió de la mano y la llevó hasta el estanque que bañaba los jardines del castillo. Una vez allí, él le prometió que le devolvería la luz del Sol, que volvería a sonreír y a ser feliz.
A pesar de sus dulces palabras, cuando ambos se inclinaron en el agua, ella no daba crédito a lo que acababa de oír. Pasaron largo tiempo mirándose en el reflejo del agua hasta que, finalmente, ella confeso que a pesar de ver en él un hombre de gran corazón y belleza, su luz no era suficiente para devolverle la felicidad.
Ante esta respuesta, el Extranjero echó la cabeza hacía atrás, soltó una sincera carcajada y con un brillo en sus ojos le confesó:
- No estás mirando el reflejo adecuado, Princesa. Porque, efectivamente, yo no puedo devolverte tu felicidad.
- No comprendo....- Contestó ella confundida.
- Mira y comprenderás.
El Extranjero se retiró de su lado... y ya sólo quedaba la imagen de la propia Princesa.
- Tú no eres como esa flor que tanto adoras y que yace en tus hermosas manos. Ella necesita de la luz de otro para vivir. En cambio, la luz que tú necesitas la guardas en tu interior, y es ahí donde debes buscarla. En cuanto llegué a este pueblo triste y te vi, supe que tu luz era la única que podía devolver la vida a tu reino y a ti misma. Cuando estés triste y te sientas sola, ven a este estanque, mira esos hermosos ojos y nota toda su energía... ¡tu energía!
Hipnotizada por estas palabras, la Princesa vio como el reflejo que el agua le devolvía cobraba vida, se encendía... ¡Y sonreía!
Un calor como nunca antes había conocido la invadió por completo ¡Era felicidad!
Fue así como comprendió que de nada servía seguir culpándose por la muerte de la reina y la locura del rey. Finalmente supo entender que ella era sólo una Princesita cuando todo pasó y que, a pesar de haber crecido sola, se había convertido en una hermosa Princesa y había sabido mantener su reino lejos de las desgracias que arrasaban los reinos vecinos.
Muchas horas pasaron antes de que dejara de pensar en todo esto y, cuando lo hizo, hacía tiempo que el Sol se había marchado. Mientras que el jardín de girasoles miraba triste el suelo, la Princesa buscó con la mirada alegre al misterioso Extranjero... pero por más que lo buscó, no puedo encontrarlo, había partido.
Desde aquel día, la Princesa aprendió a vivir feliz consigo misma y, cuando creía que la tristeza amenazaba con reaparecer, se dirigía al estanque donde pasaba largas horas contemplando su reflejo en el agua.
Aunque envió varios mensajeros en busca del Extranjero que le devolvió la felicidad, ninguno logró dar con él. No obstante, en lo más profundo de su corazón, sabía que un día, al buscarse en la superficie del estanque allí estaría él... con un Girasol en la mano.
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