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La chica del bosque (relat juvenil intimista)

Data dissabte 10/agost/2013 - 06:53 Icona 1230 Data 0

Las copas de los árboles se mecían inquietas por encima de la cabaña del bosque, sometidas al suave empuje del viento, que se llevaba las hojas marchitas y acompañaba a los pájaros en sus afanosos viajes para alcanzar las nubes. También volaban lejos los sueños de una muchacha que aún creía en los cuentos de hadas, de una chica ilusa que había tropezado con un mundo perverso, en cuya sociedad ella no cabía.

Mientras peinaba su melena de oro, ante un espejo surcado por ríos de gotas que caían lánguidamente, observaba con expresión absorta el reflejo de sus ojos brillantes, que casi se encendían en centelleos al pensar en las últimas palabras que le dijo el director del despacho: “Nunca serás una buena arquitecta con esta actitud. Lo siento pero ya no puedes continuar con nosotros.”

El vaho caliente que llenaba el baño acariciaba su piel, haciéndola sentir querida. Y dentro de esa habitación pequeña, vestida de palacio; sentía el acicalado manto de la protección, aromatizado con las sales de ducha y un jabón natural que había visitado cada rincón de su cuerpo con suma delicadeza. De pronto se sentía protegida y cuidada, como nunca lo hubo sentido en la ciudad. Un sitio que ya se le antojaba muy lejano.

Dejó caer suavemente el peine sobre el mueble de la jofaina. Un suave tañido llenó el baño, que aunque débil, sonó de una forma que nos haría imaginar un halo de luz circular por el eterno espacio. Cogió una bata del perchero y cubrió su cuerpo de ensueño, la meta que quisiera conquistar todo poeta con sus versos. Ella disfrutó de la sensación aterciopelada y se encandiló dentro de ese ropaje protector.

Al cabo de unos segundos salió al comedor, donde los primeros rayos del sol ya se colaban por las ventanas, y se sentó tranquilamente en una mesa central rodeada por tres sillas. Las cartas y facturas que allí esperaban le crisparon los nervios. No le salían los números.

Suspirando amargamente, dejó caer su cuerpo en el sofá y renunció a seguir pensando en sus problemas. Su mente desertó, volando hacia cavilaciones que la adormecieron y la alejaron, aunque sólo fuese por unos instantes, de los pensamientos acedados que le producían la desazón con la que tenía que convivir día a día, después de verse obligada a vender su piso y quedarse tirada en la calle. Por suerte, en la hacienda de su familia aun se encontraba una cabaña en la que, quién sabe, podría empezar una nueva vida.

Vagando como un soneto sin rima, entre pensamientos caprichosos que la aislaban de la realidad, se dejó llevar. Sus suaves dedos surcaron su vientre, y buscando el destino que le permitía encontrar una felicidad fugaz, poco a poco su mente se fue adormeciendo. Aunque todo lo demás le hubiese fallado, aún se tenía a sí misma.

Los instantes empezaron a revolotear raudos entonces, impulsando los sueños de la joven adormilada a desinhibirse, a levantar el vuelo hacia los lugares en los que moran todas las fantasías. La oscuridad de su mente dormida de pronto se tornó violeta y neptuniana, y los confines más oscuros estallaron en luz, bañando el firmamento como un océano cósmico de renaciente vida. El universo entero chapoteó en ese océano quimérico, en ese burbujeante oasis eterno que nacía en la pompa y el Fausto de una fiesta sin igual.

Entonces, sus aguas empezaron a ser surcadas por un desfile glorioso de todo tipo de navíos, galeras y galeones. Brillando como piedras preciosas y exhibiendo su porte majestuoso, parecían llegados de todos los cuentos de ultramar, liberados de sus prisiones de cristal en botellas de perpetua frialdad. Y acompañando el ondear de las pomposas banderas, volaban las hadas entre polvo resplandeciente y lanzando volutas que se deshacían en ocasos de un color cálido y sosegado.

Pero las hadas nunca vienen solas. Y con ellas llegaban aves que reinan en los mitos más antiguos, biguibidelas de ensueño, carpinteros, ruiseñores y gorriones; lítaros con alas de poesía, gnomos caprichosos y juguetones, pájaros dodo que habían dejado por un rato sus entrañables estudios; loros vestidos de gala y cuervos blancos; gatos persas y bosques de Noruega que saltaban alegres con portes soberbios; Border Collie’s que volaban como dragones ancestrales, con cuerpos serpenteantes y de lustrosa energía; búhos milenarios de miradas llameantes y tortugas interestelares que navegan en un viaje sin fin.

Llegaron todas estas criaturas y muchas más, entre una infinidad de luces octarinas y destellos venusianos, y la intrépida soñadora no podía dejar de mirar a todos lados con la expresión de una niña encandilada y los ojos de una artista que se deja conquistar. Volaba con los brazos abiertos, imitando esas criaturas de ensueño que piaban, trinaban y cantaban dulces melodías en medio de un universo crepuscular.

Su pelo ondeaba con un viento utópico, distinto a cualquiera antes conocido. Y al verlo, las estrellas quisieron decorarlo. Y así, con su melena de oro engalanada con las relucientes estrellas, voló entre el polvo chisporroteante de las hadas y las risas que salpicaban sus oídos, deleitándola como si por vez primera escuchara la música del arpa de Apolo.

Las hadas volaban de un lado a otro, zigzagueando por un firmamento en el que todos los colores brillaban como en una explosión de vida de un lujuriante océano. Y en ese océano, los navíos, galeras y galeones dejaron sus formaciones majestuosas para bailar dando tumbos y trazando círculos, queriendo ser cisnes en un cosmos extasiado por la festividad. Las músicas de los ruiseñores coqueteaban con las lítaros más atrevidas; las notas de las verdes ocarinas, que tocaban los loros con animados gestos, eran cazadas por las ninfas del aire que las abrazaban como si fuesen los tesoros más preciados del universo; y los pájaros dodo se las pasaban jugando en sus pasatiempos más alegres.

Y entonces, la impetuosa soñadora vio algo sin precedentes: el universo entero parecía un parque de juegos en el que los planetas rodaban, giraban y navegaban por el espacio crepuscular; mezclándose con navíos mágicos que surcaban los mares del firmamento y cuyas banderas ondeaban arriba del todo de sus astas; perdiéndose entre nebulosas fluctuantes de colores entrañables; batiéndose en competiciones de inigualable diversión con las estrellas cuyo fuego era cálido y suave, y que bruñía el espacio antes negro con el color dorado de la vida.

Gaia giraba con la parsimonia de una canción de cuna, acaronada y abrazada entre las fuertes pero tiernas raíces de Yggdrasil, el más fabuloso de entre todos los árboles gigantes. Y también todos los demás planetas eran abrazados y protegidos por titánicos árboles de legendaria fábula.

Y volando por la infinidad del cosmos, a lo alto de un navío que había llegado desde las fábulas de su inocencia, escuchó el suave ladrido de un Border Collie que serpenteaba sobre la proa del buque con movimientos de fina ligereza. Su hocico mostraba una sonrisa dulce y su pelo blanco brillaba con el brío y las mejores cualidades de su estirpe. Entonces fue cuando le escuchó hablar:

—¡Soñadora que vuelas a lo alto de este navío, despierta ahora, porque necesito de tu ayuda!
—¿Cómo?
—¡Intrépida soñadora que ha cruzado el umbral del mundo vigil para llegar a un sitio tan lejano y quimérico que los de tu misma especie tildarían de alucinación, despierta ahora porque necesito de tu ayuda!
—¿Por qué? ¡Yo no quiero despertar! ¡Por favor, déjame disfrutar un rato más de vuestras fiestas de inigualable esplendor, de vuestros bailes, acrobacias y cabriolas!
—¡Intrépida soñadora que disfrutas tanto como un recién nacido de las primeras sensaciones del mundo, te lo imploro, por favor, sólo tú puedes ayudarme!
—¿Cómo? ¿Por qué yo? ¿A caso no hay nadie más que aspire a tal privilegio?
—¡No seas cansina y ayúdale! —sonó de súbito una voz felina a sus espaldas, una voz que se deshacía como un caramelo fundido.
—¡Coupine! ¿Qué haces en mi sueño? ¿No es bonito? ¿No es precioso? ¡Es una maravilla!
—Es sin duda una maravilla, Anahís. ¡Pero de ningún modo es un sueño! —exclamó una gata tricolor, de bigotes erizados y mirada encendida.
—¿Acaso quieres decir que todo esto que vemos es real? ¿Qué no es un sueño y que yo no estoy tumbada en el sofá de la cabaña del bosque? —preguntó Anahís divertida, casi como si cantara una canción.
—¡Pronto entenderás, querida, que aunque tu cuerpo pueda estar dormido en un sofá, tu mente puede viajar a lugares insospechados! ¡Y ahora, despierta! —la gata movió sus patas con un movimiento que recordó al de un mago realizando un truco de magia.
—¿Qué? —preguntó sin poder evitarlo, pasmada y con los ojos como platos al ver por un momento la imagen de una mujer preciosa que titilaba al fundirse con el cuerpo de su gata.

Y en ese momento sintió un estallido en su mente. Algo la asaltó y sintió en las mejillas ese viento imposible acariciarla con ternura, y también sintió el fresco rocío en los labios, y sintió un sabor melindroso derretirse en su paladar, y sintió las ocarinas mágicas musitar canciones de increíbles cadencias, y también sintió la luz de todas las estrellas ocupar su mente, estremeciéndola en un júbilo con el que todos nosotros hemos soñado, y el cual sólo es posible conocer en esos libros de infancia que te llevan a las aventuras que marcarán tu vida.

Y después de ese estremecimiento final, vendría el frío. Ella abriría los ojos, disgustada al haber sido arrancada de ese sueño sin precedentes, y vería la ventana entreabierta que ahora le llamaba poderosamente la atención. Se levantaría del sofá, aun adormecida, y la cerraría escuchando la madera de esa vieja cabaña al crujir.

—Coupine, Amie —inquirió, jugando a alargar las sílabas, con una voz que sonaba a música, y se dilataba como una melodía.
Pero no hubo respuesta, y ninguna de sus gatas apareció.
—¿Coupine?, ¿Amie?
Nada. No hubo ni un movimiento, ni un ruido. Inquieta, se fue hacia el dormitorio, dónde las volvió a llamar. Al ver que no aparecían empezó a buscar por todos sitios. Miró debajo de la cama, entre los huecos que dejaban los muebles, encima de ellos… Nada, no las encontró por ningún lugar. Entonces, pensó en la ventana entreabierta y se lamentó mostrando una mueca de enfado y lanzando un taco que impactó contra el suelo, como un tacón roto que te arruina la velada.

Con apremio se vistió, cogió una chaqueta raída y salió al bosque. Entre la inexpresiva arboleda, el frío era una garra indolente que le atenazaba el cuerpo y la ponía rígida como una pieza de mármol. Fría, pálida y perdida; se sintió débil en la soledad del bosque, buscando a sus gatas que se habían escapado en un descuido. Quiso llorar, golpear algo con fuerza, y dejarse caer. Nada le salía bien, e incluso había perdido a dos criaturas que tanto dependían de ella. Se sintió estúpida. Lanzó un resoplido al aire y empezó a buscar, llamándolas a gritos.

Los minutos se escapaban, raudos y con disimulo; y la muchacha no conseguía encontrar a sus dos gatas. Buscó por los alrededores de la cabaña, intentando no alejarse demasiado y perderse en un bosque en el que no se había adentrado más de lo necesario. Pero ofuscada ante la sensación de fracaso, no pudo consentir que también les fallara a sus gatas, y empezó a andar apresuradamente, alejándose cada vez más de la cabaña.

Ya hubo caminado un buen trecho cuando llegó a un claro en el que crecían dispersos algunos arbustos. También había unos cardos exuberantes que se levantaban hasta casi dos metros del suelo y espesos matojos de hojas anchas. A través de ellos no se podía ver nada, e intentó rodearlos. Pero un movimiento furtivo le llamó la atención. Se quedó paralizada, mirando atentamente la espesura de la maleza que se alzaba por delante de ella. Entonces volvió a escuchar roces de ramas y hojas, y crujidos. Vio algo que se movía y que hacía bambolear los cardos de un lado hacia otro.

Sintió algo brincar en su pecho y dio un paso atrás. Y entonces fue cuando se dio cuenta de que dos ojos amarillos la estaban observando. Fijos, clavados en ella, la miraban sin pestañear. Un resplandor surgió de ellos, y con un movimiento grácil y repentino, una criatura felina emergió de entre la maleza, mostrando unos colmillos afilados mientras maullaba.

La muchacha se llevó una mano al corazón.
—¡Coupine! ¡Qué susto me has dado!
La gata continuó maullando, y no paraba.
—¡Coupine! ¡¿Qué te pasa?! —vociferó la chica, mientras se acercaba hacia ella e intentaba cogerla.

La gata se escabulló antes de que la llegase a tocar y corrió rodeando los arbustos. Su dueña la persiguió, gritando su nombre y preguntándose qué estaría pasando, por qué se mostraba tan inquieta y alterada. Corrió un buen trecho hasta que los árboles quedaron atrás, y ante ella caía sesgado y abrupto un acantilado. Parecía hecho con escalones, y a sus pies un río salvaje corría entre las rocas, saltando sobre de ellas y emitiendo un murmullo constante.

Pero había otros sonidos que se confundían entre la voz abstraída del río: Eran un quejido lastimoso y un lloriqueo que ascendían débilmente.

La chica sintió una opresión en el pecho. Tenía la boca seca y las manos le temblaban, heladas. Se arrodilló lentamente y estiró la cabeza: tirado en el suelo, a la orilla del río, había un Border Collie lloriqueando. Parecía mal herido, y no se movía.

Tragó saliva y respiró hondo. El corazón le martilleaba muy rápido bajo el pecho. Se sentó al borde del acantilado y estiró una pierna, hasta que la pudo apoyar sobre una roca que parecía estable. Se fue girando poco a poco mientras se deslizaba hacia abajo, y quedándose de espaldas al río, empezó a bajar muy lentamente, hiriéndose las manos y golpeándose de vez en cuando las rodillas.

Sus dos gatas observaban con ojos centelleantes desde lo alto de una gran roca.

Estaba a medio camino cuando un hombre apareció a su izquierda. Se quejaba de sus piernas y parecía estar malherido.

—¡Escuche! ¡¿Está bien?! —gritó Anahís.
—¡Oh, Dios mío! ¡Bendito sea el Cielo!
—¿Qué le ha pasado?
—¡Mi perro! ¡Mi perro se ha caído! ¡Ayúdele por favor!
—Tranquilo, voy a por él. ¿Usted está bien?
—¡Sí! Me he roto la pierna, pero estaré bien.

Sin decir nada más, ella siguió bajando.

—¡Escucha! ¡Chica!
— ¿Qué sucede?
—¡He perdido el móvil! ¡Habrá caído muy cerca!
—¡No se preocupe, lo buscaré!

Cuando por fin pisó el suelo, se sintió aliviada. Las manos, ahora agrietadas, secas y rasposas; le temblaban de pura agitación. Fue corriendo hacia el Border Collie y se agachó. Éste levantó la cabeza al escucharla. Pero a los pocos segundos la volvió a dejar caer sobre la tierra. El animal parecía sufrir de hipotermia. Necesitaba recibir atención, y pronto. Le acarició la cabeza y luego el lomo, y se fue corriendo a buscar el móvil.

Entonces, sus dos gatas fueron bajando con saltos cortos y precisos. Maullaron dulcemente a su propietaria, quién estaba buscando entre las rocas, y empezaron a dar vueltas alrededor de un pequeño arbusto. Ella se las quedó mirando un instante, frunciendo el ceño y lanzando una exclamación entre dientes. Las gatas siguieron maullando, y una de ellas se acercó hasta su dueña y le arañó ligeramente una pierna. Ella se levantó de golpe, les dedicó una mirada llena de sorpresa y se fue corriendo hacia el arbusto. Entre sus matas y sus hojas estaba el teléfono móvil. Llamó al número de emergencias y explicó la situación a una operadora que le pedía que se calmase.

Al terminar la llamada, su rostro se apaciguó. Corrió hacia el Border Collie, lo cogió en brazos, y con las piernas muy arqueadas y casi cayéndose al suelo, se lo llevó hacia un rincón más resguardado del viento.

—¡Escuche! ¡He llamado a urgencias! ¡Nos vendrán a buscar pronto, aguante!
—¡Oh! ¡Bendita seas muchacha! ¡Bendita seas! —escuchó entre lloriqueos.

La fría mañana se fue disipando a medida que la luz cálida del sol incidía más directamente. Ella se había tumbado junto al Border Collie, tapándolo con su propia chaqueta. Le acariciaba la frente y el hocico, diciéndole que todo iba a salir bien.

Al rato se escucharon las hélices de un helicóptero. La máquina bajó suavemente, pero sin poder evitar que cortinas de polvo ondearan frenéticamente y el viento lanzado agitara el pelo y la ropa de la chica que cubría al perro herido, protegiéndolo.

El aparato bajó suavemente hasta dos palmos del suelo, y al fin aterrizó pesadamente junto a la orilla del río. La puerta lateral se abrió, dejando paso a dos paramédicos que se apresuraron a atender al hombre herido y a su mascota. Los subieron al helicóptero y antes de irse le preguntaron a la chica si necesitaba atención o que la viniese a buscar alguien.

“No necesito ayuda, gracias. Vivo a unos pocos metros de aquí, en el bosque”, dijo ella.
“¿En el bosque?”, preguntaron todos, muy sorprendidos.
“Sí, éste es mi hogar”. Ella sonrió y se despidió con un gesto alegre. Los paramédicos y el tripulante del helicóptero la miraron boquiabiertos, sin saber qué decir. Y ante sus miradas conmovidas, la vieron irse siguiendo la orilla del río, corriendo al lado de sus dos gatas que a ratos saltaban y brincaba por encima de las rocas.

Después de lo sucedido, Anahís estaba dispuesta a darle una oportunidad a esa nueva vida en la cabaña del bosque.



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